Pies Grandes

¿Víctima o monstruo?
No hay cosa peor que un tonto que se ponga a pensar, y de eso la policía sabe mucho. Al menos así lo demuestra el siguiente aserto, publicado en el nunca bien ponderado medio Elgolfo.info:
“Dos niños hallaron en el bosque [de Lakeville] de Massachusetts, Estados Unidos, un pie gigante en descomposición, con lo que la policía comenzó a preguntarse si se trata de evidencia de que existe Bigfoot.”
A regañadientes concederé a los más escépticos que tal página no es precisamente eso que se llama prensa seria (para darles de comer aparte también, pero bueno).

¿Llamas a esto arqueología?

De cara a las cuestiones históricas, la arqueología ha servido como laxante para purgar las fuentes escritas. Gracias al hallazgo de unos y otros restos, ha podido confirmarse o desmentirse el relato que se tenía sobre determinadas gentes, épocas o lugares, y ha permitido rastrear desde el detalle sus usos, costumbres y procesos de cambio. La arqueología ha dado voz a la prehistoria y, en definitiva, credibilidad a la historia. Pero esta noble ciencia, que los antiguos entendían como toda indagación sobre cosas pasadas, tuvo primero que soportar siglos de esclavitud al mercado del coleccionismo y el estudio del arte. Era la vieja y servil arqueología clásica: la del expolio y los ideales de belleza, favorita en las charlas de salón, felatriz de la “alta cultura”.

Flaco favor

Esto no tiene nada que ver con el tabaco
Que si uno quiere contratar modelos tísicas tiene que acudir a una clínica para el tratamiento de trastornos alimenticios es algo que cae por su propio peso, y esto es lo que ha hecho la agencia de modelos cuyo nombre todos los medios se han cuidado muy mucho de revelar (a cambio de cuánto, no se sabe). Desde luego que ellos no las prefieren gordas.

El problema con este tipo de noticias es que se prestan demasiado a la opinión fácil: desde el desprecio hacia la muchacha que no come mientras medio mundo muere de hambre hasta lo asquerosos que son el mundo de la moda y –sobre todo– sus empresarios.

Una reseña del Kindle

El otro día dejé mi Kindle en un tren. Había pensado en ello unos minutos antes de salir. Lo coloqué en el bolsillo que había en el asiento delantero y me dije: “Sería muy estúpido dejarlo aquí. Perdería todos los libros que me gustan y dudo de que volviera a encontrar algunos en Internet”. No sé cuanto tiempo pasó, quizá tres, cinco o diez minutos. Me llamó un amigo al móvil, el tipo que tenía al lado tenía prisa por salir y un niño no paraba de llorar en aquel vagón. Excusas aparte: me olvidé por completo, no sé en qué estaba pensando. Salí del tren, leí un par de correos, cogí un taxi y no volví a caer en ello hasta que llegué a casa. El cerebro humano es maravilloso. Entonces sí me acordé, cuando no quedaban opciones, cuando el daño estaba hecho. Puse mi expresión más filosófica y dije: “Eres el tío más idiota sobre la faz de la Tierra”.

El paraíso recuperado

En el gran tablero de los tópicos literarios, se diría que el relato de la Creación señala la casilla de salida. Rastrear toda su influencia en obras posteriores (piensen que partimos de las aguas abisales de la Historia) sería una tarea de titanes que sólo algún académico asocial y febril estaría dispuesto a emprender. Así que remitámonos primeramente a la tarea de ese otro titán que fue Prometeo, que por otorgar el fuego y las artes a los hombres acabó encadenado a merced de la gula de un buitre. Prometeo fue la primera figura en usurpar el papel de la divinidad con todas sus consecuencias, tal y como le ocurriría más tarde a su encarnación moderna: Victor Frankenstein. Su criatura –bastante menos monstruosa que él– rescataría el viejo tópico de la Creación y lo sometería a nuevas interpretaciones donde lo creado toma el relevo del creador.

Políglota estupidez

Paseaba yo el otro día al pie de un rascacielos con Trompeta, mi elefante, cuando de pronto un ejecutivo cayó justo entre mis brazos y tuve que soltarlo. Olvidado de mi paquidermo, le pregunté al individuo cómo había ido a parar allí. Seguramente hice mal, porque, gimebundo, me respondió en un nihilista danés que ya no creía en nada. Como pude, le fui disuadiendo de sus ideas, quizá demasiado, pues en un momento dado se enfebreció y me espetó toda una diatriba en nietzscheano alemán. Pero aquí también me enconé yo y le di a entender que no me creía nada de lo que me decía, que se había intentado suicidar porque le habían dejado o algo por el estilo, que ni Kierkegaard ni la filosofía del martillo tenían la nada que ver.

Jaque mate

No hace falta ser un cinéfilo para que le suene aquella mítica frase de Íñigo Montoya en la película La Princesa Prometida: “Hola, me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir.” Apostaría a que, como a mí, le provoca una sonrisa, y cierta simpatía por quien la pronuncia. O ésta otra de la película Gladiador, en la que Máximo demuestra su anhelo de venganza hacia el personaje ridículo y necio del emperador Cómodo: “Me llamo Máximo Décimo Meridio, comandante de los ejércitos del norte, leal servidor del verdadero emperador Marco Aurelio. Padre de un hijo asesinado, marido de una mujer asesinada, y alcanzaré mi venganza, en esta vida o en la otra.”

Nombre de jazz, puños como bombas

László Papp: nombre de jazz, puños como bombas, cuando no boxeaba era cartero para el Magyar Posta. Peso superwélter, 1.65m de altura. Nace en Budapest en 1926. Su cuerpo, como cualquier otro cuerpo, constaba de 300 huesos que se transformaron, con el paso a la edad adulta, en 206. 27 de ellos se encuentran en  cada mano. A uno de ellos nunca le gustó el boxeo. Papp tenía una pelota de goma que, según su creencia, aminoraba el dolor que el hueso le provocaba durante los entrenamientos y, particularmente, durante las peleas. Parece razonable que Papp lo empleara como talismán. Imagine la frustración de no poder hurtarle unos segundos de más al minuto de descanso que se concede entre round y round, quitarse el guante, la venda y manosear un poco la pelota.

No todas las rosas son rosas

Si le pidiera definir cualquier objeto, por ejemplo, un vaso, probablemente tardaría apenas unos segundos en darme una breve definición. Si le pidiera lo mismo a una segunda persona, al comparar ambas respuestas seguramente no encontraría discrepancias mayores que no atendiesen únicamente a la serie de adjetivos que se le puede añadir al término “recipiente”. Si le pidiera ahora darme una definición de usted mismo, la respuesta se tornaría más difícil, ¡o no!, porque a lo mejor usted tiene ya solidificada una concepción ideal de su “yo”. Pero si le preguntara a una serie de personas de su círculo cercano cómo es usted, seguramente sí encontraríamos puntos divergentes en las distintas respuestas. ¿Eso no le asusta?