El paraíso recuperado

En el gran tablero de los tópicos literarios, se diría que el relato de la Creación señala la casilla de salida. Rastrear toda su influencia en obras posteriores (piensen que partimos de las aguas abisales de la Historia) sería una tarea de titanes que sólo algún académico asocial y febril estaría dispuesto a emprender. Así que remitámonos primeramente a la tarea de ese otro titán que fue Prometeo, que por otorgar el fuego y las artes a los hombres acabó encadenado a merced de la gula de un buitre. Prometeo fue la primera figura en usurpar el papel de la divinidad con todas sus consecuencias, tal y como le ocurriría más tarde a su encarnación moderna: Victor Frankenstein. Su criatura –bastante menos monstruosa que él– rescataría el viejo tópico de la Creación y lo sometería a nuevas interpretaciones donde lo creado toma el relevo del creador.

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CORO: ¿No has visto [Prometeo] la impotencia reducida, igual al sueño, que encadena la ciega raza humana? Nunca la voluntad de los mortales conculcará el orden establecido por Zeus.

Abierta la veda por Mary Shelley en 1818, La isla del Doctor Moreau (1896, del prolífico H. G. Wells) trenza su ficción en torno a esta misma idea del hombre que juega a ser Dios y lo pierde todo al tirar los dados. Idéntico caso al de su sucesora espiritual: Parque Jurásico (1990, del no menos prolífico Michael Crichton). Las dos presentan un paraíso artificial diseñado para albergar creaciones artificiales a las cuales el ingenio humano ha sido capaz de animar y dar vida, tal y como «modeló Dios al hombre de arcilla y le inspiró en el rostro aliento de vida» y «plantó luego un jardín en Edén, al oriente, y allí puso al hombre» (Gn 2, 7-8). Tanto John Hammond como el doctor Moreau, el uno arquitecto de dinosaurios y el otro de teriántropos, disponen de una localización secreta para llevar a cabo su creación, una isla privada en medio del océano Pacífico. La herramienta que emplean para erigirse como dioses es la razón por la que Adán fue expulsado del Edén: «De todos los árboles del paraíso puedes comer, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gn 2, 16-17).

Moreau soslaya mis palabras
La ciencia es, en efecto, cuanto les permite justificarse como dioses. Al igual que Victor Frankenstein, Moreau, un investigador vanguardista, la obtiene de su propio genio; Hammond, un hábil empresario, recluta a quienes gozan de ese genio para obtenerla. La técnica científica de la que se vale cada uno es, a su vez, hija de su tiempo: a finales del s. XIX la práctica de la vivisección era una moda muy polémica, igual que lo ha sido la aplicación de la biotecnología a finales del XX. Moreau se sirve de la vivisección para “inspirar el aliento de la vida” que le permitirá humanizar a las bestias, mientras que Hammond hace uso de un puntero equipo de genetistas y biólogos para recrear a sus dinosaurios. En ambos casos, comen y mastican del fruto del árbol de la ciencia, conscientes de que «sabe Dios que el día que de él comáis seréis como Dios» (Gn 3, 7).

El señor Hammond disiente
Esta semejanza con Dios se vuelve todavía más explícita en ciertos pasajes. Por todo su parque temático, Hammond dispone de un sistema de altavoces que le permite dirigirse a cualquier punto de la isla, de modo que al hablar: «Su voz sonaba como la voz de Dios» (Crichton, p. 311). Sobre Moreau recitaban sus criaturas, atentas al cuidado de su ley: «Suya es la Casa del Dolor. Suya es la Mano que crea. Suya es la Mano que hiere. Suya es la Mano que cura» (Wells, p. 94). Pero en una segunda lectura, con el narguile a mano y bien cargado, se podría adivinar que a ninguno de los dos corresponde en realidad la representación de Dios, sino la de Adán; la de un Adán que mordió la manzana y derrocó a su Creador.

Parque Jurásico y La isla del Doctor Moreau serían, en ese sentido, posibles secuelas de los tres primeros capítulos del Génesis, en las que se ha dado que el hombre tomara las riendas del paraíso y continuara la labor divina. Pero tan desmedido es su miedo al hacerlo como la arrogancia con que lo disfraza. Así lo deja ver Moreau por la manera en que advierte de sus creaciones: «Le hemos perseguido por su propio bien. Porque esta isla está llena de… fenómenos enemigos» (Wells, p. 107). La fascinación inicial que sienten por estas criaturas se vuelve puro aborrecimiento a medida que pierden su control sobre ellas, y al final, como no podía ser de otra forma, perecen a manos suyas; Moreau mutilado por sus hombres-bestia, Hammond devorado por un grupo de pequeños dinosaurios. El orden que tratan de imponer en su paraíso artificial –bien a través de la Ley o de la manipulación genética– sucumbe irremediablemente al caos. En este giro, son las creaciones las que expulsan al Creador del paraíso. Y su derrota recuerda a la derrota con la que Dios anuncia la necesidad de un diluvio para hacer del mundo borrón y cuenta nueva: «Voy a exterminar al hombre que creé de sobre la haz de la tierra; y con el hombre, a los ganados, reptiles y hasta las aves del cielo, pues me pesa de haberlos hecho» (Gn 6, 7).
Boceto a mano alzada del elenco original
“Moreau tosió, reflexionó y gritó:
–¡Latín, Prendick! ¡Latín macarrónico! ¡Latín de colegial! ¡Pero haga todo lo posible por comprenderme! Hi non sunt homines, sunt animalia qui nos habemus... viviseccionado. Un proceso de humanización.”

La serpiente, esa introductora del pensamiento crítico, castigada a “arrastrarse sobre su pecho y comer polvo durante toda su vida” por ofrecer como Prometeo el fuego a los hombres, encuentra también su reflejo en estas historias. En el caso de La isla del Doctor Moreau, se la puede identificar con su propio narrador, el joven naturalista Edward Prendick, por ser quien se rebela desde un principio contra la voluntad de Moreau y rechaza abiertamente su creación: «¿Quiénes son esas criaturas? Eran hombres... hombres igual que ustedes dos, a quienes usted ha infestado con algún morbo bestial, hombres que usted ha esclavizado y a quienes usted todavía teme...» (Wells, p. 105). Del mismo modo, el matemático Ian Malcolm se enfrenta a Hammond en Parque Jurásico, prediciendo además –con aires proféticos– el fracaso de su paraíso artificial mediante una serie de iteraciones apoyadas en la Teoría del Caos. En esta revisión del relato de la Creación donde Adán es el nuevo Dios, la serpiente pierde su valor moral negativo y obtiene por el contrario un valor ético positivo. Ahora sus consejos no tienen tono de tentación sino de crítica; critica la falta de humildad, la falta de responsabilidad, y critica hasta el punto del desprecio, como hace Malcolm con Hammond: «¿Sabe qué es lo malo que tiene el poder de la ciencia? Que es una forma de riqueza heredada. Y ya sabe usted cuán imbécil es la gente congénitamente rica» (Crichton, p. 360).

¿Qué opinaría Kurtz de todo
este asunto?
Ambos relatos están claramente untados con el aceite que mana del Génesis, como tantas otras obras de la ciencia ficción. A determinada altura de la adaptación al cine de Parque Jurásico, Malcolm glosa de forma muy evidente esta continuación que se pretende del tema bíblico: «Dios crea a los dinosaurios. Dios destruye a los dinosaurios. Dios crea al hombre. El hombre destruye a Dios. El hombre crea a los dinosaurios». Prolonga la secuencia narrativa mítica, se apropia de sus símbolos y los adapta. Parque Jurásico y La isla del Doctor Moreau abren un nuevo relato en el que Adán, embebido de la ciencia del árbol prohibido, ha tomado el lugar de Dios y obra a imitación suya, pero de manera torpe, imprudente, irresponsable con su propia creación. Sus sistemas de orden fracasan, como ya habría prevenido la serpiente, y las creaciones se revuelven contra el Creador en un tumulto caótico y violento. Sólo así es recuperado el paraíso, libre de la tiranía del orden divino.



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