Eterno trayecto

Máscaras. En todas partes. Corazas. Las ves sonrientes. A veces muestran sus colmillos, no cesan de hablar y, cuando lo hacen, el silencio es incómodo y delator, con miradas pletóricas o bien distraídas, para volverse tímidas y huidizas en los vagones del metro. Cruce de miradas. Quieren pedir ayuda sin saber cómo, pero esos ojos se apartan al instante al verse reflejados en ellos. Cuánta gente familiar y desconocida. Cuánta gente que transmite sin pretenderlo. Van y vienen, con otra ropa, otro rostro. Y desaparecen sin más, sin tiempo de haber estado siquiera.

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De vez en cuando suena un acordeón. Ese hombre no está aquí por gusto, ni siquiera toca bien, pero regala sonrisas a todos los presentes. A mí no me molesta, no, todo lo contrario, se agradece que haya llegado. Un poco de música entre tanto ruido difuminado no molesta a nadie, aunque hay a quien esta presencia incomoda. No comprendo por qué. En frente, una madre con su bebé en el carricoche, le alimenta con galletas y él sonríe inspirando ternura, la mayoría observa la escena con admiración; de pronto, llora. A un lado, un hombre mayor hiede a alcohol y a ese característico olor que desprende la gente anciana; él, tiene los ojos bien abiertos. A mi otro lado, una adolescente escucha música, podría decirse que es música lo que escucha… Todo el vagón apesta a sudor. ¡Ah!, la siguiente parada es la mía. Ese sonido estridente y apocalíptico avisa de que las puertas se van a cerrar en breve. Mi oído y mi olfato apenas se habían adaptado a aquel ambiente. Por fin, salgo, huyo de la realidad concentrada en un vagón estrecho, cerrado, maloliente. Qué alivio. Las escaleras mecánicas me conducen a aquello que quiera ser. De pronto me siento más activa y despierta. Bienvenidas, máscaras.

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