Diatriba a la timidez

Siempre he temido lo inesperado, no sé por qué. Puede ser bueno o malo, pero no suelo arriesgarme a averiguarlo.

El miedo a lo desconocido es algo común, una constante en la historia de los seres humanos. Pero lo desconocido llega inevitablemente y hay, al menos, tres grados: lo previsto, lo inesperado y lo imposible. Todos nos esmeramos en que el futuro se vaya ajustando a los esquemas de lo previsto; podemos organizar nuestra vida milimétricamente, planificar, proyectar, hacer listas o incluso negarnos a actuar, embarcarnos en la tan atractiva apatía...

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Sin embargo, no estamos a salvo de las otras dos formas: lo inesperado y lo imposible también llamarán a nuestra puerta más tarde o más temprano. De lo imposible no podemos escabullirnos, es desgarrador, llega y suele llevarse un trozo de nosotros, no podemos escapar a lo malo que trae. Lo imposible, lo impensable, un día nos da unos toquecitos en el hombro con su dedo índice y nos trastoca la vida y, en el fondo, siempre hemos sabido que estamos expuestos a que nos engulla y que ninguno de nuestros recursos podrá vencerlo, quizá paliar sus efectos, pero nunca esquivarlo.

Lo inesperado es diferente, parece eludible, débil, parece que podemos reformarlo y ponerle el traje de lo previsto o engañarlo y que pase de largo. Desarrollamos técnicas elaboradísimas para intentarlo, pero ninguna es perfecta y, alguna vez, acabarán fallando.

He dedicado mi vida al camuflaje, he desarrollado una técnica que me permite pasar desapercibida, he aprendido a esconderme para intentar que lo inesperado no me pille desprevenida. Normalmente me organizo casi de forma enfermiza o sucumbo a la inoperancia y, si lo veo rondarme, me hago invisible. Quien está conmigo se da cuenta del proceso, me voy encogiendo y construyo un caparazón a mi alrededor, me enrollo sobre mí misma y me hago una bola pequeñita, y lo inesperado suele pasar de largo.


Sin embargo, a veces, a pesar de la planificación y el entrenamiento, lo inesperado nos encuentra y nos puede pillar a contrapié si sólo sabemos escondernos, si no hemos aprendido a habérnoslas con ello. Entonces, aunque lo inesperado llegue con su mejor intención, con sus mejores galas, con su mejor regalo, podemos desencadenar una serie de tropiezos que nos hacen desconfiar incluso de nuestros pies y nos paralizamos, porque parece la mejor opción frente a la posibilidad de seguir trastabillándonos, caer y levantarnos cada vez con más esfuerzo. El último recurso, la inoperancia, es contraproducente. Nos agobiamos, nos obliga a recurrir a lo que tenemos dominado, nos vamos haciendo cada vez más pequeños, aguantando la respiración, esperando que pase y nos ignore, pero allí, ante sus ojos, y lo inesperado se ríe de nosotros. Es poderoso aunque no lo creamos, siempre hemos subestimado su poder, pero cuando viene a buscarnos nos atrapa y estamos rendidos ante él, es realmente abrumador.

Cuando al fin llega puede incluso mejorar nuestra vida, siempre y cuando no luchemos, no queramos escapar. Si pretendes zafarte de él se enfada y te pone trabas y luego es muy difícil redirigir los acontecimientos, volver al momento en que te ha saludado con su magnífica sonrisa y ese rostro afable en el que, no tienes muy claro por qué, no has confiado.

Cuando pasa, cuando ya se ha vengado de tu recelo, te das cuenta de que deberías haber confiado, haber dejado que te llevara sin oponer resistencia, y sólo esperas que siga ahí cuando abras los ojos y te permita abrazarlo y encauzar lo que se ha estropeado.

No entiendo por qué, pero aceptamos mejor que lo inesperado traiga consigo malas noticias, nos resignamos. Asumimos como normal que lo que temíamos traiga algo que nos hiera. Pero ¿qué hay de lo bueno, de los regalos? ¿Por qué nos los creemos menos? Luchamos contra ellos, imaginamos que están envenenados, que traen un reverso velado de maldad.

No confiamos en que lo bueno llegue sin avisar y cuando intentamos resistirnos a ello se desmorona. Lo inesperado, como decía, se venga de nosotros y se lleva sus regalos. A veces sencillamente nos deja que seamos nosotros quienes los estropeemos zarandeando el envoltorio de colores brillantes, haciendo que se golpee dentro de su caja, mientras tratamos de averiguar qué hay dentro por el ruido que hace pero con miedo a abrirlo y descubrirlo por nosotros mismos. Otras veces es peor, deja que lo miremos recelosos y distantes mientras se va pudriendo sin que nos demos cuenta, hasta que es demasiado tarde y el olor llega a nuestro escondite.

Hemos oído mil veces el tópico "es mejor arrepentirnos de lo que hemos hecho que de lo que no" y qué decir del arquetípico "hay que seguir los dictados de nuestro corazón" y siempre suena un poco a palabras vacías, a consejos de libro de autoayuda, nos hace hasta gracia porque nos amparamos en el cinismo para afrontar los acontecimientos y no salir escaldados y, sinceramente, porque tampoco sirve con escucharlo y asentir para inmiscuirnos en un modo de ver el mundo que nos es tan ajeno.

Lo cierto es que nos da miedo vivir porque no sabemos. Vivir es, en la mayoría de los casos, ir improvisando. Somos perezosos y cobardes, tendríamos que tener las agallas de actuar cuando todo a nuestro alrededor nos resulta extraño pero somos como las zarigüeyas y nos hacemos los muertos ante cualquier agente desconocido que nos parezca peligroso (que es casi cualquiera). Deberíamos dejarnos llevar por lo que somos y lo que queremos ser, decidir hacia dónde irán nuestros pasos y no permitir que los acontecimientos arrastren nuestro cadáver ficticio. Pero no es una tarea fácil, hay que aprender, superar el pánico escénico y lanzarnos a la palestra para ser protagonistas, estar en nuestra vida y no sólo mirarla pasar sin más.


Esto implica renunciar a los escudos, zambullirnos en la vida a pecho y cara descubiertos y, en vez de analizar el oleaje, nadar. El tiempo que le dedicamos a las tácticas evasivas es tiempo muerto que sólo sirve para matar el tiempo que vendrá, podríamos esforzarnos en dedicar este tiempo a la apertura al mundo, a enfrentarnos a la nueva experiencia de ser nosotros ante la realidad que se nos impone, de afrontarla y no enfrentarnos a ella ni ir un paso por detrás dejando que sea ella quien nos lleve y no nosotros los que andemos.

Yo me lo he propuesto, me lo propongo muy a menudo aunque suelo volver a los antiguos vicios. Sin embargo, me voy dando cuenta de que me estoy perdiendo cosas y de que cada vez esas cosas son más importantes, de que voy estropeando mis regalos porque los aparto de mí y me dejo arrastrar por una vida anodina que yo misma voy castrando. La vida, para poder llamarla tal con todas sus consecuencias, debe traer consigo altibajos y sorpresas y nosotros, para poder decir que vivimos, tenemos que ser en ellos y no procurar esquivarlos, aunque a veces duela.

Nos engañamos, queremos aprender a vivir, nos esforzamos en ello y malgastamos nuestra vida queriendo encontrar las claves para conseguirlo. Pero no se puede aprender a vivir, yo me he dado cuenta hace poco. Para vivir sólo hay que atreverse a improvisar y yo tengo la firme intención de salir a buscar mi vida y no esperar que sea ella la que me encuentre, así ya no me pillará desprevenida. Voy a armarme de valor y entrar pisando fuerte, con la cabeza alta y todos mis sentidos despiertos, en mi lugar en el mundo, ser allí y ser yo sencillamente siendo.

No parece sonar muy difícil.

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